(Caeiro, Reis y Campos)
Notas para recordar a mi maestro Alberto Caeiro
Por Álvaro de Campos
Conocí a mi maestro Caeiro en circunstancias excepcionales —como todas las circunstancias de la vida, y sobre todo las que, no siendo nada en sí mismas, han de venir a ser todo en los resultados.
Dejé en casi tres cuartos mi curso escocés de ingeniería naval; partí en un viaje al Oriente; al regreso, desembarcando en Marsella, y sintiendo un gran tedio de seguir, vine por tierra hasta Lisboa. Un primo mío me llevó un día de paseo al Ribatejo; conocía a un primo de Caeiro, y tenía con él algunos negocios; en casa de su primo me encontré con quien habría de ser mi maestro. No hay más que contar, porque esto es pequeño, como toda fecundación.
Lo veo aún, con claridad del alma, que las lágrimas del recuerdo no empañan, porque la visión no es externa… Lo veo delante de mí, y lo veré tal vez eternamente como primero lo vi. Primero, los ojos azules de niño que no tiene miedo; después los pómulos ya un poco pronunciados, el color un tanto pálido, y el extraño aire griego, que venía de dentro y era una calma, y no de fuera, porque no era una expresión ni un gesto. El cabello, casi abundante, era rubio, pero si faltaba luz, se volvía castaño. La estatura era media tendiendo hacia más alta pero encorvada, sin los hombros alzados. El rostro era blanco, la sonrisa igual a la voz, lanzada en un tono de quien no busca sino decir lo que está diciendo —ni alta ni baja, clara, libre de intenciones, de dudas, de timidez. La mirada azul no dejaba de observar. Si nuestra atención extrañaba cualquier cosa, él la encontraba: la cabeza sin ser alta, era poderosamente blanca. Repito: era por su blancura, que parecía mayor que la de su cara pálida, que tenía cierta majestad. Las manos un poco delgadas pero no mucho; la palma larga. La expresión de la boca, la última cosa en que se reparaba— como si hablar fuera, para este hombre, menos que existir—, era la de una sonrisa como la que se atribuye en verso a las cosas inanimadas y bellas, sólo porque nos agradan —flores, campos extendidos, aguas con sol— una sonrisa de existir, y no de hablar.
¡Mi maestro, mi maestro, perdido tan temprano! Lo vuelvo a ver en la sombra que soy en mí, en la memoria que conservo de lo que soy de muerto… Fue durante nuestra primera conversación… Cómo fue no lo sé, él dijo: “Está aquí un muchacho Ricardo Reis a quien le gustará conocer: él es muy diferente de usted” Y después agregó: “Todo es diferente de nosotros, y por eso es que todo existe”.
Esta frase dicha como si fuera un axioma de la tierra, me sedujo como una sacudida, como el de todas las primeras posesiones que me entraron en la cimientos del alma. Pero al contrario de la seducción material, el efecto que produjo en mí fue el de recibir de repente, en todas mis sensaciones, una virginidad que no había tenido.
Refiriéndome, una vez, al concepto directo de las cosas, que caracteriza la sensibilidad de Caeiro, le cité, con perversidad amiga, que Wordsworth designa a un insensible por la expresión:
A primrose by the river brim
a yellow primrose was to him,
and it was nothing more.
Y traduje (omitiendo la traducción exacta de primrose, pues no sé nombres de flores ni de plantas): “Una flor a la orilla del río para él era una flor amarilla, y nada más”
Mi maestro Caeiro se rió: “Ese muchacho veía bien: una flor amarilla no es realmente sino una flor amarilla”. Pero de repente, pensó. “Hay una diferencia”, agregando, “depende si se considera la flor amarilla como una de las variadas flores amarillas, o como sólo aquella flor amarilla exclusivamente.” Y después dijo: “Lo que su poeta inglés quería decir, es que para tal hombre esa flor amarilla era una experiencia vulgar, o cosa conocida. Ahora eso es lo que no está bien. Todas las cosas que vemos, debemos verlas siempre por primera vez, porque realmente es la primera vez que las vemos. Y entonces cada flor amarilla es una nueva flor amarilla aunque se llamaba así la misma de ayer. La gente no es ya la misma ni tampoco la flor. El propio amarillo no puede ser ya el mismo. Qué pena que la gente no tenga ojos exactamente para saber eso, porque entonces seríamos todos felices”.
*
Mi maestro Caeiro, no era un pagano: era el paganismo. Ricardo Reis es un pagano, Antonio Mora es un pagano, yo soy un pagano; el propio Fernando Pessoa sería un pagano, si no fuera un ovillo revuelto hacia dentro. Pero Ricardo Reis es un pagano por carácter, Antonio Mora es un pagano por inteligencia, yo soy un pagano por rebeldía, esto es, por temperamento. En Caeiro no había explicación para el paganismo; había consubstanciación.
Voy a definir esto del mismo modo en que definen las cosas indefinibles —por la cobardía del ejemplo. Una de las cosas que más nítidamente nos sacuden en la comparación de nosotros con los griegos es la ausencia del concepto de infinito, la repugnancia del infinito, entre los griegos. Ahora mi maestro Caeiro tenía igualmente la misma impresión. Voy a contar, creo que con gran exactitud, la conversación asombrosa en que me lo reveló:
Me refería él, además desarrollando lo que dice en uno de los poemas de El guardador de rebaños, que no sé quién le había llamado hacía tiempo “poeta materialista”. Sin hallar la frase justa porque mi maestro Caeiro no es definible con cualquier frase justa, dije, por supuesto, que no era absurda del todo la atribución. Y le explique, más o menos bien, qué es el materialismo clásico. Caeiro me escuchó con una atención de cara dolorida, y después me dijo bruscamente: “ Pero eso sí que es muy estúpido. eso es una cosa de padres sin religión, y por tanto sin disculpa alguna” Me quedé atónito, y le marqué algunas semejanzas entre el materialismo y su doctrina, salvo la poesía de esta última. Caeiro protestó. “Pero eso que usted llama poesía es todo. No es poesía: es ver. Esa gente materialista es ciega. Usted dice que ellos dicen que el espacio es infinito. ¿Pero dónde es que ellos vieron eso en el espacio?” Y yo confundido. “pero usted no concibe el espacio como infinito” “No concibo nada como infinito. ¿Cómo puedo concebir cualquier cosa como infinito?” “Hombre—dije yo—, suponga un espacio. Más allá de ese espacio hay más espacio, más allá aún y después más y más… No acaba…” “¿Por qué?”, dijo mi maestro Caeiro. Quedé en un terremoto mental. “Suponga que acaba —grité—, ¿qué hay después?” “Se acaba, después no hay nada”, respondió. Este género de argumentación, acumulativamente infantil y femenino, y por tanto incuestionable, me ató el cerebro por unos momentos. “¿Pero usted cree eso?” dejé caer por fin. “¿Si creo qué? ¿Que una cosa tenga límites? ¡Puede ser! Lo que no tiene límites no existe. Existir es que haya otra cosa cualquiera y por tanto cada cosa es limitada. Lo que cuesta creer es que una cosa es una cosa y no está siempre siendo otra cosa que esté más adelante”.
En ese momento sentí carnalmente que estaba discutiendo, no con otro hombre sino con otro universo. Hice una última tentativa, un desvío que me obligara a sentirme legítimo. “Mire, Caeiro… Considere los números… ¿Dónde es que acaban los números? Tomemos cualquier número— 34, por ejemplo. Más allá de él tenemos 35, 36 37, 38 y así sin poder parar. No hay un número más grande que no tenga un número mayor…” “Pero eso son números” protestó mi maestro Caeiro. Y después agregó, mirándome con una formidable infancia: “¿Qué es el 34 en la realidad?”
*
Hay frases repentinas, profundas porque vienen de lo profundo, que definen a un hombre, o, antes, con las que un hombre se define, sin definición. No me olvido aquella en que Ricardo Reis una vez se me definió. Se hablaba de mentir y él dijo: “Abomino la mentira, porque es una inexactitud” Todo Ricardo Reis —pasado, presente y futuro— está en esto.
Mi maestro Caeiro, como no decía sino lo que era, puede ser definido por cualquier frase suya, escrita o hablada, sobre todo después del periodo que comienza del medio para delante de El guardador de rebaños. Pero, entre tantas frases que escribió y se imprimen, entre tantas que me dijo y relato o no relato, la que contiene con mayor simplicidad es aquella que una vez me dijo en Lisboa. Me hablaba de no sé qué que tenía que ver con las relaciones de cada cual consigo mismo. Y yo le pregunté de repente a mi maestro Caeiro: “¿Está contento consigo?” Y él respondió: “No: estoy contento”. Era como la voz de la tierra, que es todo y nadie.
*
Nunca vi triste a mi maestro Caeiro. No sé si estaba triste cuando murió, o en los días previos. Sería posible saberlo, pero la verdad es que nunca osé preguntar a los que asistieron a su muerte cualquier cosa de la muerte o cómo fue que la tuvo.
En todo caso, fue una de las angustias de mi vida— de las angustias reales en medio de tantas que han sido ficticias— que Caeiro muriera sin estar yo cerca de él. Esto es estúpido y humano pero es así.
Yo estaba en Inglaterra. El propio Ricardo Reis no estaba en Lisboa; estaba de vuelta en Brasil. Estaba Fernando Pessoa, pero es como si no estuviese. Fernando Pessoa siente las cosas pero no se mueve, ni aún por dentro.
Nada me consuela no haber estado en Lisboa en ese día, a no ser aquella consolación que me da en pensar en mi maestro Caeiro, o la que dan sus versos; y aún la propia que da la idea de la nada— la más pavorosa de todas si se piensa con la sensibilidad— tiene, en la obra y en el recuerdo de mi maestro querido, cualquier cosa de luminoso y alto, como el sol sobre las nieves de las cumbres inalcanzables.
(Hasta aquí, publicada por primera vez en la revista Presença No. 30 enero – febrero de 1931)
*
Discípulo, como conmovidamente soy, de mi maestro Caeiro, soy discípulo con inteligencia, y por tanto con crítica. Ni él querría ser seguido de otra manera, pues no le gustaban los animales.
Así nunca acepté aquel criterio que hay en Caeiro, y que no es de las cosas originales que hay en él, de que hay una distinción cualquiera ente lo natural y lo artificial. No hay tal distinción, porque ambos sujetos son reales. Comprendo la distinción entre los sueños y la vida, aunque conceda que un buen metafísico los pueda confundir. Pero la distinción entre un árbol y una máquina siempre me pareció falsa. Parece que el árbol y la máquina son distintos porque el primero es un producto inmediato de la naturaleza y la segunda un producto mediato aparecido por intermedio de la inteligencia humana. Pero, en realidad, todo producto es mediato: el árbol aparece a través de la simiente, la máquina a través de la inteligencia. Tanto la simiente como la inteligencia son elementos de la realidad. Y, si decimos que el árbol surge de la simiente y la máquina del cerebro habremos reducido todos los términos materiales y establecido la igualdad de derechos en la materia.
No, no acepté nunca el criterio de Caeiro sobre lo artificial, ni el criterio de Caeiro sobre lo humanitario, Caeiro desprecia lo artificial porque no nace de la tierra, y desprecia lo humanitario, porque no nace del egoísmo. Pero la flor del árbol no nace de la tierra sino del árbol, y el amor de la humanidad no nace del egoísmo sino del cansancio de él. Todo es natural pero con una circunferencia mayor.
Oigo todavía, en la memoria de mi corazón, aquella voz plácida y fría— ¡tan llena sin embargo de todo el calor íntimo de la realidad!— decirme, con su simplicidad interior: “Álvaro de Campos, creo en lo que tengo que aceptar”. Y yo adopto la frase letra a letra. Creo en la máquina porque tengo que aceptarla del mismo modo que al árbol.
Sí, entiendo bien que la Naturaleza es el refugio, que los campos albergan a los tuberculosos de todos los puntos del cuerpo, que el viento pasando en el follaje etc. etc. Pero ya me aislé en una gran fábrica, entre sus ruidos; ya huí del mundo en un gran café internacional, ya fui un eremita en el yermo de ningún saber quien era yo en una villa de provincia cuyo nombre no conocía ni conozco.
*
Mi maestro Caeiro era un maestro de toda la gente con capacidad para tener un maestro. No había persona que se acercara a Caeiro, que hablara con él, que tuviera la oportunidad física de convivir con su espíritu, que no volviera otro de esa única Roma, de donde no se volvía como se había ido —a no ser que esa persona fuera, como la mayoría, incapaz de ser individual— a no ser por ser, en el espacio, un cuerpo separado de otros cuerpos y corrompido simbólicamente por la forma humana.
Ningún hombre inferior puede tener un maestro, porque el maestro no tiene en él nada más que el ser. Es por esta razón que los temperamentos definidos y fuertes son fácilmente hipnotizables, que los hombres normales lo son con relativa facilidad, pero no son hipnotizables los idiotas, los imbéciles, los blandengues y los incoherentes. Ser fuerte es ser capaz de sentir.
En torno de mi maestro Caeiro había, como se habrá desprendido de estas páginas, principalmente tres personas— Ricardo Reis, Antonio Mora y yo. No le hago favor a nadie, ni a mí mismo, diciendo que éramos, y somos tres individuos, absolutamente distintos, por lo menos en el cerebro, de la humanidad corriente y animal. Y todos nosotros debemos lo mejor del alma que hoy tenemos a nuestro contacto con mi maestro Caeiro. Todos somos otros —esto es, somos nosotros mismos verdaderamente— desde que fuimos atravesados por el pasador de aquella intervención carnal de los Dioses.
Ricardo Reis era un pagano latente, desentendido de la vida moderna y desentendido de aquella vida antigua, donde debería haber nacido —desentendido de la vida moderna porque su inteligencia era de un tipo y cualidad diferente; desentendido de la vida antigua porque no la podía sentir, pues no se siente lo que no esta aquí. Caeiro, reconstructor del paganismo, o mejor, fundador de él en lo que de eterno, le trajo a la materia de la sensibilidad que le faltaba. Y Ricardo Reis se encontró el pagano que ya era antes de encontrarse. Antes de conocer a Caeiro, Ricardo Reis no había escrito un único verso, y cuando lo conoció ya tenía veinticinco años de edad. Desde que conoció a Caeiro y le oyó decir El guardador de rebaños, Ricardo Reis comenzó a saber que era orgánicamente poeta. Dicen algunos fisiólogos que es posible la mudanza de sexo. No sé si es verdad, porque no sé si alguna cosa es “verdad”. Pero lo cierto es que Ricardo Reis dejó de ser mujer para ser hombre, o dejó de ser hombre para ser mujer —como se prefiera— cuando tuvo ese contacto con Caeiro.
Antonio Mora era una sombra con veleidades especulativas. Pasaba la vida masticando a Kant e intentando ver con el pensamiento si la vida tenía sentido. Indeciso, como todos los fuertes, no había encontrado la verdad, o lo que para él fuera la verdad, o lo que para mí es lo mismo. Encontró a Caeiro y encontró la verdad. Mi maestro Caeiro le dio el alma que no tenía; puso dentro del Mora periférico, que él siempre apenas había sido, un Mora central. Y el resultado de la reducción a un sistema y la verdad lógica de los pensamientos instintivos de Caeiro. El resultado final fueron esos dos tratados, maravillas de originalidad y de pensamiento, El regreso de los Dioses y losProlegómenos a una Reforma del Paganismo.
En cuanto a mí, antes de conocer a Caeiro, yo era una máquina nerviosa de no hacer cosa ninguna. Conocí a mi maestro Caeiro más tarde que Reis y Mora, que lo conocieron, respectivamente en 1912 y 1913. Conocí a Caeiro en 1914. Ya había escrito versos —tres sonetos y dos poemas (“Carnaval” y “Opiario”). Esos sonetos y estos poemas muestran lo que yo sentía cuando estaba sin amparo. Luego que conocí a Caeiro, me verifiqué. Llegué a Londres y escribí inmediatamente la “Oda triunfal”. Y de ahí en adelante, para mal o para bien, he sido yo.
Más curioso es el caso de Fernando Pessoa, que no existe, propiamente hablando. Éste conoció a Caeiro un poco antes que yo— el 8 de marzo de 1914, según me dijo. En ese mes, Caeiro vino a Lisboa a pasar una semana y fue entonces que Fernando lo conoció. Le oyó leer El guardador de rebaños. Fue a su casa con fiebre y escribió, de una tirada, la “Lluvia Oblicua”. La “Lluvia Oblicua” no se parece en nada a cualquier poema de mi maestro Caeiro, a no ser en cierto rectilíneo movimiento rítmico. Pero Fernando Pessoa era incapaz de arrancar aquellos extraordinarios poemas de su mundo interior si no hubiera conocido a Caeiro, sufrió la sacudida espiritual que producen esos poemas. Inmediatamente.
Como tiene una sensibilidad excesivamente viva, porque va acompañada de una inteligencia excesivamente atenta, Fernando tuvo sin demora la reacción a la Gran Vacuna —la vacuna contra la estupidez de los inteligentes. Y lo que hay de más admirable en su obra es ese conjunto de seis poemas, esa “Lluvia Oblicua”. Sí, podrá haber o habrá cosas mayores en su obra, pero nunca más originales, más nuevas, y yo no sé por tanto, si habrá mayores. Y, aún más, no habrá nunca algo más Fernando Pessoa realmente, algo más íntimamente Fernando Pessoa que esto. Qué cosa puede expresar mejor la sensibilidad siempre intelectualizada, la atención intensa y desatenta, la sutileza caliente del análisis frío de sí mismo, que esos poemas-intersecciones, donde el estado del alma es simultáneamente dos, donde lo subjetivo y lo objetivo, separados se juntan y quedan separados, donde lo real y lo irreal se confunden, para que queden bien distintos. Fernando Pessoa hizo en esos poemas la verdadera fotografía de su propia alma. En un momento, en un único momento, consiguió tener su individualidad, que nunca la había tenido antes ni podrá volverla a tener, porque no la tiene.
¡Viva mi maestro Caeiro!
*
Una de las conversaciones más interesantes en que participó mi maestro Caeiro, fue aquella, en Lisboa, en que estábamos todos los del grupo y por ganas de conversar se discutió el concepto de Realidad.
Si no me engaño al recordar, esa parte de la conversación comenzó por una observación lateral de Fernando Pessoa a cualquier cosa que había antes dicho. La observación fue esta: “En el concepto del Ser no caben partes ni gradaciones; una cosa es o no es”.
“No estoy seguro que sea así” objeté yo. “Hay que analizar ese concepto de ser. Me parece que se trata de una superstición metafísica, por lo menos hasta cierto punto…”
“Pero el concepto de Ser no es susceptible de análisis”, respondió Fernando Pessoa. “Su indivisibilidad comienza ahí”.
“El concepto no lo será”, repliqué, “pero su valor sí”.
Fernando Pessoa respondió: “¿Pero qué es el ‘valor’ de un concepto independientemente del propio concepto? Un concepto, esto es, una idea abstracta no es susceptible de más o menos. Puede haber valor en el uso o la aplicación, pero ese valor es de uso o de aplicación y no del concepto en sí mismo.”
En esto interrumpió mi maestro Caeiro, que estuviera oyendo con ojos muy abiertos esta discusión especulativa. “Donde no puede haber más ni menos, no hay nada.”
“¿Cómo es eso, por qué?” preguntó Fernando.
“Porque todo cuanto es real puede ser más o menos, y al no ser lo que es real nada puede existir.”
“Denos un ejemplo, Caeiro”, dije yo.
“La lluvia” respondió mi maestro. “La lluvia es una cosa real. Por eso puede llover más o puede llover menos. Si usted me dijera: ‘esta lluvia no puede ser más o ser menos’, yo responderé, ‘entonces esa lluvia no existe’. A no ser, es claro, que usted quiera decir la lluvia tal y como es en ese momento: esa realmente es la que es y si fuese más o menos sería otra. Pero yo quiero decir otra cosa…”
“Está bien, comprendí perfectamente”, atajé yo.
Antes de que yo prosiguiera para decir no sé ya qué, Fernando Pessoa se volvió a Caeiro: “Dígame usted una cosa” (y lo apuntó con un cigarro): “¿cómo es que usted considera un sueño? ¿Un sueño es real o no?”
“Considero un sueño como considero una sombra” respondió Caeiro inesperadamente, con su acostumbrada prontitud divina. “Una sombra es real pero es menos real que una piedra. Un sueño es real —sino no sería un sueño— pero es menos real que una cosa. Ser real es ser así.”
Fernando Pessoa tiene la ventaja de vivir más en las ideas que en sí mismo. Se olvidó de lo que estaba argumentando, y hasta de la verdad o falsedad que oía: le entusiasmaban las posibilidades metafísicas de esta teoría súbita, […] ¡Eso es una idea admirable! ¡Y es originalísima! Nunca se me habría ocurrido” (¿Y este “nunca se habría ocurrido”?, ¿tan ingenuamente sugeridor de la natural imposibilidad de ocurrírsele a otro cualquier cosa que no se le hubiese ocurrido ya a él?)… “Nunca se me hubiera ocurrido que se pudiera considerar la realidad como susceptible de ser concebida por grados. Eso de hecho, equivale a considerar el Ser no como una idea propiamente abstracta sino como una idea numérica…”
“Eso es un poco confuso para mí”, dudó Caeiro “pero me parece que sí, que es eso. Lo que yo quiero decir es esto: ser real es que haya otras cosas reales, porque no se puede ser real solo; y como ser real es ser una cosa que no es esas otras cosas, es ser diferente de ellas; y como la realidad es una cosa como el tamaño o el peso —sino no habría realidad— y como todas las cosas son diferentes, no hay cosas iguales en realidad como no hay cosas iguales en tamaño y en peso. Ha de haber siempre una diferencia, aunque sea muy pequeña. Ser real es esto.”
“!Eso es todavía más curioso!” exclamó Fernando Pessoa. “Usted entonces considera la realidad como un atributo de las cosas, así parece ser, visto que compara al tamaño y al peso. Pero dígame una cosa: ¿cuál es la cosa de la cual la realidad es un atributo? ¿Lo que está por detrás de esa realidad?”
“¿Por detrás de la realidad?” repitió mi maestro Caeiro. “Por detrás de la realidad no está nada. Tampoco por detrás del tamaño no está nada y por detrás del peso no está nada.” “Pero si una cosa no tuviera realidad no existiría, y puede existir sin tamaño ni peso…” “No se fuera una cosa que por naturaleza tenga tamaño y peso. Una piedra no puede existir sin tamaño; una piedra no puede existir sin peso. Pero una piedra no es un tamaño ni es un peso. Tampoco una piedra puede existir sin realidad, pero la piedra no es una realidad.”
“Está bien” respondió Fernando, entre impaciente, pesquisador de ideas inciertas y sacándole al bulto. “Pero cuando usted dice ‘una piedra tiene realidad’ usted distingue piedra de realidad.”
“Distingo: la piedra no es la realidad, tiene realidad. La piedra es sólo piedra.” “¿Y qué quiere decir eso?” “No lo sé: está ahí. Una piedra es una piedra y tiene que tener realidad para ser piedra. Una piedra es una piedra y tiene que tener peso para ser piedra. Un hombre no es una cara pero tiene que tener cara para ser hombre. Yo no sé por qué esto es así, ni siquiera sé si hay un porqué para esto o para cualquier cosa…”
“Usted sabe, Caeiro” dijo Fernando reflexivamente: “usted elabora una filosofía un tanto o cuanto contraria a lo que usted piensa y siente. Usted está haciendo una especie de kantismo suyo —creando una piedra-noúmeno, una piedra-en-sí. Le explico, le explico…” Y pasó a explicarle la tesis kantiana y cómo era que Caeiro se adhería más o menos a ella. Después indicó la diferencia; o lo que, a su ver, era la diferencia: Para Kant esos atributos —peso, tamaño (no realidad)— son conceptos impuestos a la piedra-en-sí por nuestros sentidos, o, mejor, por el hecho de que los observamos. “Usted parece indicar que esos conceptos son tan cosas como la propia piedra-en-sí. Ahora, eso es lo que vuelve a su teoría difícil de comprender, al paso que la de Kant, verdadera o falsa, es perfectamente comprensible.”
Mi maestro Caeiro oyó esto con la mayor atención. Una y otra vez cerró los ojos como para sacudirse ideas como sueños. Y, después de pensar un poco, respondió: “Yo no tengo teorías. Yo no tengo filosofía. Yo veo pero no sé nada. Llamo a una piedra una piedra para distinguirla de una flor o de un árbol, en fin de todo lo que no sea piedra. Ahora, cada piedra es diferente de otra piedra, pero no es por no ser piedra: es por tener otro tamaño y otro peso y otra forma y otro color. Y también por ser otra cosa. Llamo a una piedra y a la otra piedra ambas piedras porque son parecidas una con la otra en aquellas cosas que hacen a la gente llamar piedra a una piedra. Pero en verdad la gente debía dar a cada piedra un nombre diferente y propio, como se hace con los hombres: eso no se hace porque sería imposible encontrar tantas palabras, pero no porque fuese un error…”
Fernando Pessoa atajó: “Dígame una cosa, para esclarecerlo todo: ¿usted admite una ‘piedreidad’, por así decirlo, del mismo modo que admite un tamaño y un peso? Así como usted dice esta piedra es mayor —esto es, tiene más tamaño— que aquella, o ‘esta piedra tiene más peso que aquella’, ¿dirá usted también ‘esta piedra tiene más piedreidad que aquella?
“Sí, señor” respondió luego mi maestro. “Estoy siempre listo para decir ‘esta piedra es más piedra que aquélla’. Y estoy dispuesto a decir esto si ella fuera mayor que la otra, o tuviera más peso, porque el tamaño y el peso son necesarios a una piedra para ser piedra… o, principalmente, si ella tuviera más completamente que otra todos los atributos, como usted les llama, que una piedra tiene que tener para ser piedra”
“¿Y cómo llama usted a una piedra que ve en un sueño?” y Fernando sonrió.
“Le llamo un sueño” dijo mi maestro Caeiro, “Le llamo un sueño de una piedra”.
“Comprendo” y Fernando asintió. “Usted —como se diría filosóficamente— no distingue la substancia de los atributos. Una piedra es una cosa compuesta de un cierto número de atributos —los necesarios para componer aquello a lo que se le llama piedra— y de una cierta cantidad de cada atributo, que es lo que da a la piedra determinado tamaño, determinada dureza, determinado peso, determinado color, que la distinguen de otra piedra, siendo con todo ambas ellas mismas piedras porque tienen los mismos atributos, aunque en cantidad diferente. Ahora esto equivale a negar la existencia real de la piedra: la piedra pasa a ser simplemente la suma de cosas reales…”
“¡Pero es una suma real! Es la suma de un peso real y de un tamaño real y de un color real y así por delante. Y por eso es que la piedra, más allá del tamaño, del peso, etc., tiene realidad también… No tiene realidad como piedra: tiene realidad porque es la suma de atributos, como usted les llama, todos reales. Como cada atributo tiene realidad, la piedra la tiene también.”
“Volvamos al sueño” dijo Fernando, “Usted a una piedra que ve en un sueño le llama sueño, o cuando mucho, un sueño de una piedra. ¿Por qué dice usted ‘de una piedra’? ¿Por qué emplea la palabra ‘piedra’?
“Por la misma razón que usted cuando ve mi retrato, dice ‘esto es Caeiro’ y no quiere decir que sea yo en carne y hueso”
Nos soltamos todos a reír. “Comprendo y desisto”, dijo Fernando riéndose con nosotros. ”Les dieux son ceux qui ne doutent jamais (Los dioses son aquellos que jamás dudan). Nunca comprendí tan bien la frase de Villiers de l’Isle Adam.”
Esta conversación quedo grabada en mi alma; creo que la reproduje con una nitidez que no está lejos de la taquigráfica, salvo la taquigrafía. Tengo la memoria intensa y clara que es una de las características de ciertos tipos de locura. Esta conversación tuvo un gran resultado. Está claro que fue inconsecuente como todas las conversaciones, y que sería fácil probar que, frente a una lógica rigurosa, sólo quien no habló no se contradice. En las afirmaciones y respuestas, interesantes como siempre, de mi maestro Caeiro puede un espíritu filosófico encontrar reflejos de lo que en verdad serían sistemas diferentes. Pero, al conceder esto, no creo en esto. Caeiro debía estar seguro y tener razón, aún en los puntos en que no la tuviera.
Además, esta conversación tuvo un gran resultado. Fue con ella que Antonio Mora bebió la inspiración para uno de los capítulos más asombrosos de sus Prolegómenos —el capítulo sobre la idea de Realidad. En todo el transcurso de la conversación, fue Antonio Mora el único que no dijo nada. Se limitó a oír con los ojos volcados hacia dentro de las ideas que se habían estado diciendo. Las ideas de mi maestro Caeiro, expuestas en esta conversación con la confusión intelectual del instinto, y , por tanto de un modo forzosamente impreciso y contradictorio, fueron convertidas en los Prolegómenos, en un sistema coherente y lógico.
No pretendo disminuir el valor real de Antonio Mora. Pero, así como la base de todo su sistema filosófico nació, según él mismo lo dice con orgullo abstracto, de la simple frase de Caeiro, “La naturaleza es partes sin un todo”, así una parte de ese sistema —el maravilloso concepto de Realidad como “dimensión”, es el concepto derivado de los “grados de realidad”— nació precisamente de esta conversación. Lo suyo a su dueño, y todo a mi maestro Caeiro.
25-2-1931
*
Se acostumbra decir, desde que alguien comenzó a decirlo, que para comprender un sistema filosófico, es necesario comprender el temperamento del filósofo. Como todas las cosas con aire de moda, y que se esparcen, esto es una burrada; si no lo fuera, no se habría esparcido. Se confunde a la filosofía con su formación. Mi temperamento puede llevarme a decir que dos y dos son cinco, pero la afirmación de que dos y dos son cinco es falsa independientemente de mi temperamento, sea cual fuera. Puede ser interesante saber cómo es que yo vine a afirmar esa falsedad, pero eso nada tiene que ver con la propia falsedad, tiene que ver solamente con la razón de su aparición.
Mi maestro Caeiro era un temperamento sin filosofía, y por eso su filosofía —que la tenía, como toda la gente— no es susceptible siquiera de estos juegos del periodismo intelectual. No hay duda que, siendo un temperamento, esto es, siendo un poeta, mi maestro Caeiro expresó una filosofía, esto es, un concepto del universo. Este concepto del universo es, sin embargo, instintivo y no intelectual; no puede ser criticado como concepto, porque no está pensado así, y no puede ser criticado como temperamento, porque el temperamento no es criticable.
Las ideas orgánicamente ocultas en la expresión poética de mi maestro Caeiro intentaron definirse, con mayor o menor felicidad lógica, en ciertas teorías de Ricardo Reis, en ciertas teorías mías, y en el sistema filosófico —ese perfectamente definido— de Antonio Mora. Tan fecundo es Caeiro que cada uno de nosotros tres, debiendo todos el pensamiento del alma a nuestro maestro común, produjo una interpretación de la vida enteramente diferente de cualquiera de los otros dos. Verdaderamente no hay derecho de comparar mi metafísica y la de Ricardo Reis , que son meras vaguedades poéticas intentando esclarecerse (al contrario de Caeiro, donde el alma era de certezas poéticas que no buscaban esclarecerse), con el sistema de Antonio Mora, que es realmente un sistema, y no una actitud o un desorden revuelto. Pero, en fin, al paso que Caeiro afirmaba cosas que, siendo todas ciertas unas con otras (como todos lo percibíamos) en una lógica que excede —como una piedra o un árbol— nuestra comprensión, no eran con todo coherentes en su superficie lógica, tanto Reis, como yo (no hablemos de Mora, nuestro superior en calidad en estas materias) intentábamos encontrar una coherencia lógica en lo que pensábamos o suponíamos que pensábamos, al respecto del Mundo. Y eso, que pensábamos o suponíamos que pensábamos, al respecto del mundo, eso se lo debíamos a Caeiro, descubridor de nuestras almas, colonizadas después por nosotros mismos.
Propiamente hablando, Reis, Mora y yo somos tres interpretaciones orgánicas de Caeiro. Reis y yo, que somos fundamentalmente, aunque diversamente, poetas, interpretamos aún con suciedades del sentimiento. Mora, puramente intelectual, interpreta con la razón; si tiene sentimiento, o temperamento, está encubierto.
El concepto de la vida, formado por Ricardo Reis, se ve muy claramente en sus odas, pues, cualquiera que sean sus defectos, Reis siempre es claro. Ese concepto de la vida es absolutamente ninguno, al contrario del de Caeiro, que también es ninguno, pero al revés. Para Ricardo Reis, nada se puede saber del universo, excepto que nos fue dado como real un universo material. Sin que necesariamente aceptemos como real ese universo, tenemos que aceptarlo como tal, pues no nos fue dado otro. Tenemos que vivir en ese universo, sin metafísica, sin moral, sin sociología ni política. Conformémonos con ese universo externo, el único que tenemos, así como nos conformaríamos con el poder absoluto de un rey, sin discutir si es bueno o es malo, sino simplemente porque es lo que es. Reduzcamos nuestras acciones al mínimo, encerrándonos en los instintos y usándolos de modo que produzcan la menor incomodidad para nosotros y para los otros, pues tienen igual derecho a no pasar incomodidades. Moral negativa pero clara. Comamos, bebamos y amemos (sin engancharnos sentimentalmente a la comida a la bebida y al amor, pues eso traería más tarde elementos de incomodidad); la vida es un día, y la noche es cierta; no hagamos a nadie ni bien ni mal, pues no sabemos lo que es el bien o el mal, y ni siquiera sabemos si hacemos uno cuando suponemos hacer el otro, la verdad, si existe, está con los dioses, o sea con las fuerzas que formaron o crearon, o gobiernan el mundo —fuerzas que, con sus actos violan nuestras ideas de lo que es moral y todas nuestras ideas de lo que es inmoral, están patentemente más allá o fuera de cualquier concepto de bien o de mal, no habiendo que esperar de ellas nada para nuestro bien y aún hasta para nuestro mal. Ni creencia en la verdad, ni creencia en la mentira; ni optimismo ni pesimismo. Nada: el paisaje, una copa de vino, un poco de amor sin amor, y la vaga tristeza de no comprender nada y de tener que perder lo poco que nos fue dado. Tal es la filosofía de Ricardo Reis. Es la de Caeiro endurecida, falsificada por la estilización. Pero es absolutamente la de Caeiro, de otro modo: el aspecto cóncavo de aquel mismo arco que en Caeiro es el aspecto convexo, el cerrarse sobre sí mismo de aquello que en Caeiro está girado hacia el Infinito —sí, hacia el mismo infinito que niega.
Es esto —este concepto tan profundamente negativo de las cosas— que da a la poesía de Ricardo Reis aquella dureza, aquella frialdad, que nadie negará que tiene, por más que se le admire; y quien la admira —poca gente— es por esa misma frialdad, además que le admira. En esto además, Caeiro y Reis son iguales, con la diferencia de que Caeiro tiene frialdad sin dureza; que Caeiro, que es la infancia filosófica de la actitud de Reis, tiene la frialdad de una estatua o de una cumbre nevada, y Reis tiene la frialdad de un bello túmulo o de un maravilloso farallón sin sol ni donde criar musgo. Y es por esto que, siendo la poesía de Reis rigurosamente clásica en la forma, está totalmente desprovista de vibración —más aún que la de Horacio, a pesar del mayor contenido emotivo e intelectual. A tal punto es intelectual, y por tanto fría, la poesía de Reis, que quien no comprende un poema suyo (lo que fácilmente sucede, dada la excesiva compresión) no le sigue el ritmo.
Conmigo lo que pasó fue lo mismo que lo que pasó con Ricardo Reis, con la diferencia que fue al contrario. Reis es un intelectual, con el mínimo de sensibilidad de que un intelectual precisa para que su inteligencia no sea simplemente matemática, con el mínimo de lo que un ente humano necesita para poderlo auscultar con el termómetro y asegurarse que no está muerto. Yo soy exasperadamente sensible y exasperadamente inteligente. En esto me parezco (salvo que con un poco más de sensibilidad, y un poco menos de inteligencia) a Fernando Pessoa; pero, al paso que en Fernando la sensibilidad y la inteligencia se interpenetran, se confunden, se interseccionan, en mí existen paralelamente, o mejor, se sobreponen. No son cónyuges, sino gemelos discordes. Así, espontáneamente formé mi filosofía de aquella parte de la insinuación de Caeiro de la que Ricardo Reis no sacó nada. Me refiero a la parte de Caeiro que está integralmente contenida en aquel verso, “Y mis pensamientos son todos sensaciones”; Ricardo Reis deriva su alma de aquel otro verso, que Caeiro se olvidó de escribir, “mis sensaciones son todas pensamientos”. Cuando me declaré “sensacionista” o “poeta sensacionista” no quise emplear una expresión de escuela poética (¡Santo Dios! ¡Escuela!); la palabra tiene un sentido filosófico.
No creo en nada sino en la existencia de mis sensaciones; no tengo otra certeza, ni la del tal universo exterior que esas sensaciones me presentan. Yo no veo el universo exterior, yo no oigo el universo exterior, yo no palpo el universo exterior. Veo mis impresiones visuales; oigo mis impresiones auditivas; palpo mis impresiones táctiles. No es con los ojos que veo, sino con el alma, no es con lo oídos que oigo, sino con el alma; no es con la piel que palpo, es con [el alma]. Y si me preguntaran qué es el alma, respondo que soy yo. De aquí mi divergencia fundamental de lo fundamentalmente intelectual de Caeiro y de Reis, pero no de lo fundamentalmente instintivo y sensitivo en Caeiro. Para mí el universo es apenas un concepto mío, una síntesis dinámica y proyectada de todas mis sensaciones. Verifico, o cuido de verificar, que coinciden con las mías un gran número de las sensaciones de otras almas, y a esa coincidencia le llamo yo universo exterior, o la realidad. Eso nada prueba de la realidad absoluta del universo porque existe la hipnosis colectiva. Ya vi un gran hipnotizador obligar a un gran número de personas ver, positivamente ver, la misma hora falsa en relojes que no estaban. Concluyo de aquí la existencia de un Hipnotizador supremo, a quien llamo Dios, porque consigue imponer su sugestión a la generalidad de las almas, las cuales, con todo, no sé si él creó o no creó, porque no sé qué es crear, pero que es posible que crease, cada una para sí misma, como el hipnotizador me puede sugerir que soy otra persona o que siento un dolor que no puedo decir que no siento, puesto que lo siento. Para mí ser “real” consiste en ser susceptible de ser experimentado por todas las almas, no sólo las reales, sino hasta las posibles. Además de esto, soy ingeniero —esto es, no tengo moral, política o religión independiente de la realidad real mensurable de las cosas mensurables, y de la realidad virtual de las cosas inmensurables. También soy poeta, y tengo una estética que existe por sí misma, sin tener que ver con la filosofía que tengo o con la moral, la política o la religión que soy ocasionalmente forzado a tener.
Antonio Mora, sí. Ése realmente, recibiendo de Caeiro el mensaje en su totalidad, se esforzó por traducirlo en filosofía, esclareciendo, recomponiendo, reajustando, alterando aquí y allá. No sé si la filosofía de Antonio Mora será lo que sería la de Caeiro, si mi maestro la tuviera. Pero acepto que sería la filosofía de Caeiro, si él la tuviera y no fuera poeta, para no poder tenerla. Así como de la semilla se evoluciona la planta, y la planta no es la semilla magnificada, sino una cosa enteramente diferente en aspecto, así del germen contenido en la totalidad de la poesía de Caeiro salió naturalmente el cuerpo diferente y complejo que constituye la filosofía de Mora. Voy a dejar la exposición de la filosofía de Mora para el fragmento siguiente a éste. Estoy cansado de querer entender.
27-2-1931
*
Si los niños no comprenden a los adultos —que, además, nada tienen que comprender porque todos son iguales, y lo que es igual a otra cosa no existe—, pero cierto es que los adultos no comprenden a los niños. Ser adulto es olvidarse de que se fue niño. Por esos los padres castigan a los hijos por aquello mismo que hicieron a la misma edad. Cuando un padre se acuerda de lo que fue, y no castiga al hijo, es porque procede racionalmente: comprende que, si se acordara de lo que fue, no debería castigar al hijo. En realidad no se acuerda. Se hubiera quedado niño si se acordara.
Esto viene a propósito del resultado horroroso que, en un cierto aspecto, la influencia de Caeiro dio en la recepción de Ricardo Reis. La ausencia de preocupación metafísica en Caeiro, natural en quien piensa infantilmente, se volvió, en la interpretación adulta de Reis, una cosa monstruosa. Como Caeiro, Ricardo Reis encara la vida y la muerte naturalmente, pero, al contrario de Caeiro, pensando en ellas. De ahí esos versos de una materialidad angustiante, hasta para él mismo que los escribe. Cuando Reis habla de la muerte, parece que anticipa ser enterrado vivo. Se considera nada, excepto para el efecto dispensable de sentir sobre sí mismo la “húmeda tierra impuesta”, y otras maneras igualmente sofocantes de decir la misma cosa. El sentimiento que en Caeiro es un campo sin nada es en Reis un túmulo también sin nada. Adoptó la nada de Caeiro pero no tenía la ciencia de no dejarse pudrir.
Envejecer y morir parecen ser para Ricardo Reis la suma y el sentido de la vida. Para Caeiro no existe el envejecer y el morir está más allá de los montes. Esto viene a propósito de las influencias, creo.
Reis no tiene metafísica. Adoptó la de Caeiro y el resultado fue éste. No niego que tenga relevancia estética, niego que se pueda decentemente leer. Cada uno de nosotros debe tener una metafísica propia, pues cada uno de nosotros es cada uno de nosotros. Si recibimos influencias, recibámoslas para nuestros ritmos, para nuestras imágenes, para la disposición de nuestros poemas. ¡Pero no las recibamos para nuestra propia alma!
28-9-1932
*
Borrador de una carta de Álvaro de Campos a Alberto Caeiro, 1917.
[…]
Lo que yo adoro en sus versos no es el sistema filosófico que me dicen se puede sacar de ahí: es el sistema filosófico que no se puede sacar de ahí. Es la frescura, la limpidez, la característica primitiva de las sensaciones. Es la falta de sistema, precisamente. Es que sus versos no me hacen pensar: me hacen sentir; y no me hacen sentir amor, odio, cualquier pasión o emoción comercial —me hacen sentir las cosas como si yo las estuviera mirando con un gran interés y atención.
Creo que la poesía amorosa está ya muy gastada, la poesía sentimental, la poesía patriótica, la poesía de la naturaleza, la poesía de (…) —toda la poesía esta desgastada especialmente aquella que es de tal cosa o de tal otra cosa. Sólo no está gastada la poesía de las sensaciones, porque las sensaciones son individuales y las individualidades nunca se repiten. Debemos, creo, intentar dar lo más completamente posible una expresión a nuestras sensaciones. Nuestras sensaciones individuales no son las de amor, las de odio, las(…) —porque esas son demasiado semejantes en todos los hombres, y sólo puede haber variación en la expresión de ellas, por lo cual el proceso del arte fatalmente se formaliza, se plastifica en exceso. Lo que es bien nuestro en las sensaciones, las sensaciones que son muy nuestras, son las sensaciones directas, las que no tienen carácter social, las que vienen directamente de ver, oír, oler, palpar, gustar y las sensaciones de vidas previamente vividas, provenientes de nuestro pasado que es nuestro, en cada uno de nosotros sólo de él provienen esas sensaciones, por más contradictorias, absurdas, inhumanas que sean.
Por eso yo digo que no hay poetas del amor, ni de la patria, ni del(…) ni de ninguna otra cosa del orden social. La poesía es individual. La poesía no es para expresar las emociones sociales. Las emociones sociales se expresan por la acción, cada emoción social por la acción relativa a ella. La poesía existe para expresar aquello que las acciones y los gestos no pueden expresar.
En su poesía, mi querido Maestro, está la realización de esto que aprecio, no la calidad, que le atribuyen, de cantar no sé que virtudes paganas. El paganismo me importa tan poco como el cristianismo, como cualquier cosa que no sea yo y mis sensaciones. Basta su desprecio por las actuales doctrinas, artísticas y sociales para llenarme de entusiasmo.
Dirán, es verdad, que lo que es individual no debe constituir arte, porque los otros no lo sentirán. Es un disparate. Luego que una cosa puede ser expresada por palabras, otra persona, si no es estúpida o de otro orden de sensibilidad —y vive (…)—, puede sentirla. Aquellas emociones extrañas que no se pueden expresar… si ellas no se pueden expresar ¿cómo es que los otros las habrán de comprender o dejar de comprender? Desde que una cosa cabe en palabras, cabe en la comprensión de los otros. Esa comprensión, es verdad, nunca es perfecta, porque todos somos diferentes y no sentimos las cosas del mismo modo; pero si es comprendida con eso nos basta.
Me explico aún mejor. Toda la gente siente una sensación de alegría delante de un día extraordinariamente bello. Esta emoción es auténtica, porque no sirve para un fin social, ni se puede traducir por un acto, o por una acción —podemos mirar el día y gozarlo, pero es una emoción en otro sentido. Apreciar una mujer bella o cualquier belleza, es ya otra cosa —y por eso es positivamente despreciable— porque ahí la comparación puede tener el motivo de pasar de una expresión máxima y más directa, repárese bien en esto, más directa.
Ya me han dicho que hay paisajes delante de los cuales no se podía hacer nada sino bramar de alegría. Bramemos, si eso es algo que expresa alegría. Si es cosa que se pueda decir, dígase.
Pero acábese, de una vez para siempre, con la poesía social, amorosa, patriótica, de odio, de amor, (…)
Quien tuviera accesos de humanitarismo debe dar escuelas, o ser enfermero, o alguna cosa así. El humanitarismo se distribuye entre muchos, porque es del tipo del orden social con emoción.
La vida es un viaje que se hace en barcos mercantes, otros lo hacen en navíos de luna miel, y otros más, como yo, en clase turista. Atravieso la vida para mirar a través de ella. Todo es paisaje para mí, como para un buen turista —campos, ciudades, casas, fábricas, luces, bares, mujeres, dolores, alegrías, dudas, guerras (…) Quiero, para aprovechar mi viaje, sentir todo de todas las maneras, amar todo de todas las formas, tocar y ver cosas y no tomarlas, pasar por ellas y no mirar atrás— me parece el único destino digno de un poeta.
.
Traducción del portugués de Mario Bojórquez
.
(Estos fragmentos fueron recogidos en Pessoa por Conhecer-Textos para um Novo Mapa, Teresa Rita Lopes, Lisboa, Estampa, 1990.)
.
.
Datos vitales
Álvaro de Campos nació en Tavira de la Sierra Grande el 15 de octubre de 1890, estudió ingeniería naval en Glasgow, Scotland. Es autor de variados poemas y odas que Teresa Rita Lopes reúne en un tomo titulado Poesía y publicado bajo el sello de Assirio&Alvim.